viernes, 12 de junio de 2020



Paraíso descartable

Despabilando, parpadeo dos, tres veces y veo, de manera difusa, “pulse ON”. Ejecuto el comando, medio por dormido, medio por hábito y me levanto. Me lavo la cara y el espejo me devuelve una imagen de agobio. El desayuno está servido, el televisor encendido, el ambiente amable y la ropa limpia y planchada sobre la silla. Camino por la vereda hacia la parada del colectivo que me llevará al centro. No llueve, nunca llueve. Después de una mañana laboral incierta en una oficina poblada y sin barullo, voy por el almuerzo cotidiano al bar de calle Sarmiento. Tomo asiento en la barra frente al televisor que nunca miro porque algo me dice que desconfíe. El hombre me alcanza la comida que no pedí pero es lo que pensaba. No tomo café aunque lo deseo, lo necesito. Pago la cuenta. Salgo al laberinto de la calle con sueño de siesta, esquivando sombras transeúntes y me dirijo al sitio donde esperan por mí. Me siento en un escritorio y mis manos comienzan a teclear sin razonar qué pero, lo que sea, es indispensable para la corporación. A la hora estipulada, que no viene al caso cuál es, salgo del trabajo y pienso que hoy no hable con nadie, ni ayer, ni antes de ayer. Creo que estoy olvidando el sonido de mi voz porque oírla es distinto a pensarla. Camino una cuadra para tomar el colectivo en la parada de calle Rioja. Llega, no le hago señas pero se detiene. El chofer me mira para que suba y me da un fingido: —Buenas tardes. Me reconoce de todas las tardes de todos los días. Asiento con leve gesto, por ser educado, y subo. Veo miradas ausentes. Alguien se pone de pie, libera un asiento y lo ocupo. Dejo el portafolio de cuero marrón, flaco, sin nada adentro, entre mis piernas. No necesito saber hacia dónde voy cuando viajo. Observo por la ventanilla el tráfico ordenado, sin bocinazos ni apuros a pesar de la hora pico. Atravesamos la ciudad que se hunde hacia los barrios. En determinado lugar del trayecto, me incorporo y doy pasos automáticos hacia la puerta de atrás. La gente que viaja de pié, me cede lugar sin mirar y el timbre suena sin que lo pulse. Me bajo. Claro, qué sino… en una esquina que sospecho es la de siempre. Llego a casa solo porque mis pies sumisos conocen el camino. Atravieso el pasillo en penumbras, oigo mis pisadas como un latido, el eco de siempre, son trece pasos secos, indoloros. Abro la puerta sin llave y no me recibe ninguna mujer, ni perro ni gato ni cartas en el suelo. La aspereza de ambiente la percibo en cada rincón. No sé lo que es pero me espera. El tiempo se mimetiza en algo sin alma, sofocante, lo noto en el aire, es decir, en mi fragilidad, ese algo indescifrable, conspirativo, o el no querer saber. El televisor está encendido, la ducha tibia y la cena, mi favorita, aparecerá servida en la mesa. Antes de entrar al baño, dejo la ropa desparramada pensando que mañana estará limpia y planchada sobre la silla. Debo de sentir sueño porque voy hacia el cuarto. Agotado, aseado, creo, como cada noche, me acuesto. Mis párpados pesan, mi respiración pesa, la luz pesa y cede pero antes de perder la noción, ante mis retinas aparece “pulse OFF”, no sé si por hábito o por dormido, ejecuto el comando.