domingo, 17 de abril de 2016

Sexo mandamiento


Nuestra familia es numerosa, pobre y numerosa. Convivíamos en una humilde casa de campo en los arrabales del pueblo, con algún que otro agregado de procedencia incierta.

Tengo dos tíos gemelos que ya no viven con nosotros por una razón que tomó estado público. Yo era un pibe y no supe interpretar el episodio hasta adulto. Ambos casados en primeras nupcias. Perca, trabajador y dedicado. Tito, vago y trasnochador.
Abuela Geroma, puso el cuerpo a doce partos naturales. Siempre sabia e irónica, llegó un día con la novedad que una de mis tías había quedado preñada. A su debido tiempo biológico, nació mi primo, luego bautizado: Santo.

Bien amamantado por tetas generosas, se crió saludable y de cachetes rosados, como los demás. Para los que caminaban, pan casero y mate cocido, servidos en la mesa comunitaria del patio de mi infancia. Con ropa heredada de los que iban pegando el estirón y a corretear entre los girasoles. La vida era alegría.
Aquel mediodía de domingo, con familia a pleno y fideos caseros, fue que Santito se atrevió a balbucear su primera palabra. Gateó hasta donde se encontraba sentado su tío, el picaflor. Le estiró los bracitos y lo llamó:
-¡Papá...!

Su vocecita sonó como un trueno con cielo despejado y atragantó el almuerzo. Apenas recuperados del pasmo, todos creyeron en la intuición de la criatura. Nadie aceptó la explicación indolente de la adúltera, quién afirmaba no poder distinguirlos con la precisión esperable, en medio de la oscuridad. Mucho menos, admitieron el vacilar del traidor. Ese día imposible para nuestra dignidad católica, el clan, comenzó a dispersarse y la mujer, aprendió a reconocer a su esposo en los tribunales de familia.