Revolviendo el cajón.
Valle del Friuli, cosecha 1921
Para poder beber el mejor vino que mis labios
hubieran besado jamás, tuve que estropearme la espalda, las manos, las
rodillas, los pies, los ojos, la cabeza, los hombros y los brazos en aquella
vendimia maldita. Lo mismo sufrieron mi mujer, mis hijos y las familias de los
demás trabajadores.
Esa tarde, el patrón nos reunió en la cava, -Avanti
Gigi, avanti tutti- invitó elevando los brazos al cielo de manera triunfal y
arrogante.
La mesa, que estaba confeccionada con el mismo roble
que los toneles, estaba repleta con exquisitos quesos que él mismo fabricaba y
también con pan casero cuya fragancia padecíamos por las mañanas.
Fue un momento delicioso, sublime, una cosecha
histórica. Eso sí, después nos cobro las botellas que bebimos.
Un día de esos.
Como todos los días a las ocho en punto, llegó a la
oficina.
Del bolsillo derecho del sobretodo, sacó el manojo
de llaves, somnoliento, demoró en elegir la correcta y luego de un torpe
forcejeo con la cerradura, logro entrar.
Oyó que sus pasos rechinaban distantes en la desolación
de la rutina. Sin saludar a nadie, como siempre, fue directo a la cocina.
Dejo el abrigo en el perchero, preparó café y lo
bebió amargo, de un sorbo. Arrugó la cara y sacudió su cabeza por la sensación
ácida en su boca, luego abrió la canilla, arrimo el vaso y tomó poca agua. Hizo
un buche y escupió en la pileta.
Se dirigió a su escritorio, se sentó y encendió la
computadora, también prendió un cigarrillo y nadie se quejó. Su rostro
permaneció circunspecto ante la hoja de la agenda diaria que desde la pantalla
le anunciaba, feliz domingo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario