Sexo mandamiento
Nuestra
familia es numerosa, pobre y numerosa. Convivíamos en una humilde casa de campo
en los arrabales del pueblo, con algún que otro agregado de procedencia
incierta.
Tengo dos tíos gemelos que ya no viven con nosotros por una razón que
tomó estado público. Yo era un pibe y no supe interpretar el episodio hasta
adulto. Ambos casados en primeras nupcias. Perca, trabajador y dedicado. Tito,
vago y trasnochador.
Abuela
Geroma, puso el cuerpo a doce partos naturales. Siempre sabia e irónica, llegó
un día con la novedad que una de mis tías había quedado preñada. A su debido
tiempo biológico, nació mi primo, luego bautizado: Santo.
Bien
amamantado por tetas generosas, se crió saludable y de cachetes rosados, como
los demás. Para los que caminaban, pan casero y mate cocido, servidos en la
mesa comunitaria del patio de mi infancia. Con ropa heredada de los que iban
pegando el estirón y a corretear entre los girasoles. La vida era alegría.
Aquel
mediodía de domingo, con familia a pleno y fideos caseros, fue que Santito se
atrevió a balbucear su primera palabra. Gateó hasta donde se encontraba sentado
su tío, el picaflor. Le estiró los bracitos y lo llamó:
-¡Papá...!
Su vocecita sonó
como un trueno con cielo despejado y atragantó el almuerzo. Apenas recuperados
del pasmo, todos creyeron en la intuición de la criatura. Nadie aceptó la
explicación indolente de la adúltera, quién afirmaba no poder distinguirlos con
la precisión esperable, en medio de la oscuridad. Mucho menos, admitieron el
vacilar del traidor. Ese día imposible para nuestra dignidad católica, el clan,
comenzó a dispersarse y la mujer, aprendió a reconocer a
su esposo en los tribunales de familia.
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