El misterioso hombre que se creía dueño de la plaza
mientras no
pasaba nada a su alrededor salvo su amor.
En un costado de la plaza Pringles,
se erigía desde hacía unos cincuenta años, una estatua de mármol de tamaño
natural, en otras palabras, igual a cualquier persona, como usted o como yo, grosso
modo. Era la escultura de una mujer joven semi-desnuda, tal vez romana o griega,
de pie, y si me preguntan, no sabría responder a cuál particular circunstancia
homenajeaba su figura, aunque eso no importara. El asunto es que todas las
noches, un hombre solitario de mediana edad, la arropaba con su sobretodo
deshilachado. A pesar de padecer el frío invernal a la intemperie, lo hacía de
manera amorosa y metódica. Después de recitarle algunas palabras secretas que,
por supuesto, nadie alcanzaba oír, se echaba a dormir en uno de los bancos. Esos
de lonjas de madera que hay en cualquier plaza u hospital. Desde los edificios
que la rodeaban, algunos vecinos estaban al tanto y observaban desde los
balcones con entusiasmo humano. Otros, simplemente, lo veían hacer como veían
pasar la vida. A la mayoría de esas personas, les importaba nada, como en sustancia
sucedía con todas las cosas. Hasta que llegó el día en que la estatua
desapareció de la plaza. Sería responsable la municipalidad, creyeron algunos.
A otros, no les interesó en absoluto, como acontece con el movimiento de las
estatuas de mármol en medio de los parques o plazas y como tantas otras cosas. Ni
las palomas notaron la ausencia. El hombre, tampoco volvió a ser visto. Pasado un
tiempo, se supo a través del correo de lectores del diario vespertino “La
Tribuna”, que el desconocido había muerto víctima del intenso frío y fue enterrado
en el cementerio El Salvador en una sepultura como NN, al pié de una escultura
de mármol de extraordinaria belleza. De tamaño natural, una mujer y un hombre semi-desnudos,
tal vez griegos o romanos, de pie, arropados con un sobretodo deshilachado,
también de mármol…